El
trabajo había dado sus frutos. Una sala llena de gente que venía a adquirir su
nuevo libro, o al menos, eso quería pensar para dar la espalda ante el posible
escenario de que toda la gente ahí reunida había terminado sentada esperándolo
por mera casualidad, al perderse en esa librería del centro.
Saludó
a viejos amigos, a viejos conocidos y viejos que no conocía. Sus ojos tristes
eran el centro de atención. Después de terminar con las formalidades, se sentó
en la mesa de debate; tres acompañantes - ¿o competidores? – hablarían de su
libro.
El
autor en cuestión comenzó a hablar. Mientras las palabras se deslizaban
flemáticamente de su lengua, se arrepintió de no haber contratado a un maestro
de ceremonias barato; ahora él presentaba a sus propios críticos y contaba el propósito de la reunión. Qué
egocéntrico le pareció a sí mismo.
Presentó
a los que hablarían sobre sus creaciones, sus amigos, quienes dejaron de serlo
en ese momento y se volvieron sus verdugos. Él, se hundió en la silla eléctrica
y dejó de escuchar lo que decían.
Oyó
un par de risas al principio entre el público mientras el primer literato leía
sus apuntes. Luego, un silencio sepulcral; casi detecta los ronquidos al final
de la sala. Una parte de él se lamentaba de que la gente no entendiera la
importancia de la crítica. Su parte falsa. Muy en el interior estaba igual de
aburrido, sus cuentos no querían presentación, eran maleducados y se querían
colar en la mente de los lectores a como diera lugar. “No hay nada más aburrido
que la literatura que habla de literatura” pensó. Él no podría decir eso abiertamente en
público, no cuando se es maestro en letras al menos.
El
siguiente crítico dijo que sería breve, y como buen literato que no entiende de
extensiones, su plática fue tan breve como una obra de Proust. Los espectadores
se ponían nerviosos, acomodándose en la
silla; algunos también entraban en el juego de hacerse los interesantes y
ponían atención. “¿Para qué rayos servía la crítica si uno no ha leído la
obra?” se quejó por dentro el escritor, pues supuso que el público no habría leído
ninguno de sus nuevos cuentos.
Llegó
el turno de su última compañera. Ella no leyó y más bien hizo labor de ventas.
Le dio asco. Eran literatos todos ellos, no vendedores. Por algo los “best-sellers”
son consumidos ávidamente. Y ésa es la cuestión de los que son – o se creen –
literatos: venderse es dejar de hacer arte.
“¿Hago
arte o sólo quiero unas migas más de pan?”. Él tenía que ser un artista: serio,
pensativo y melancólico. ¡Sus cuentos eran obras nacidas por inspiración
bohemia! Además, él también seguía la línea natural de la crítica contemporánea
al escribir, escribía para escritores, ni para él mismo ni para un lector. Su
inspiración cuando redactaba, era tamizaba a través de publicaciones de
literatura primero, lo suyo, claro que era arte; ¡seguro que sí! De pronto,
entre sus divagaciones, se percató de que la gente lo miraba, harta. Descubrió
los ojos severos de sus compañeros, recriminando su silencio. Era su turno, su
cierre magnífico.
Decidió
leer un fragmento de su cuento favorito. Explicó como se le había ocurrido el
tema central y sus manos empezaron a sudar al ver tantas cejas levantadas,
tantos jueces… tantos oyentes. Empezó a leer; las comas le parecieron baches en
el camino, y los puntos, muros que había que escalar para caer abruptamente en
conjunciones vacías y preposiciones puntiagudas. Se perdió en su propio
laberinto de frases, necesitaba salir, respirar, y saltaba la puntuación como
si de un obstáculo se tratase. Las palabras salían con dificultad, escupidas y
a medias; su voz académica resonaba en las paredes, pero se quedaba hundida en
ellas, sin personalidad. Y es que en la pluma encontraba un refugio siempre, un
refugio que evitaba mostrar su terrible oralidad. Terminó chocando contra el
punto final, que se clavó en él cual puñal asesino. Esperaba aplausos al término
del fragmento; sin embargo, la audiencia apenas se enteró de que se había
acabado la tarde tediosa de lectura.
Pidió
preguntas y críticas al público. No le importaban los comentarios, pero sí el
interés en su obra. Nadie se atrevió a decir nada, excepto un aficionado que
dijo que sus cuentos se “sentían”. Agradeció el halago y la gente se levantó
primero buscando las bebidas de cortesía, y más tarde los libros que el autor
firmaría y que se quedarían en un buró o un librero, nunca en la mente de algún
lector.
El
escritor firmó y firmó libros. No pensaba. Sólo recordaba su fragmento roto por
la inútil voz que se le había concedido. Como escritor, era pésimo lector.
Guinevere McNamara